Clara Jusidman
28 agosto 2025
La Silla Rota
La medición de la pobreza sigue en el centro de la atención cuando debería ser más importante el conocimiento sobre las condiciones en que viven las poblaciones pobres en los diferentes contextos territoriales con el fin de aplicar políticas de gobierno diferenciadas, más pertinentes.
Desde hace varios días los resultados de la medición de la pobreza en México han ocupado la atención de los medios de comunicación. El INEGI tuvo el buen tino de no cambiar la metodología desarrollada por el desaparecido CONEVAL para calcular la llamada pobreza multidimensional que considera tanto los ingresos monetarios como las carencias que experimenta la población en la realización de ciertos derechos básicos como salud, educación y vivienda.
Sin embargo, sigue en pie un viejo debate sobre como medir la pobreza. Las políticas que se aplican continúan considerando que todas las personas pobres son iguales, son atendidas como individuos y no en contextos diferenciados de familias y comunidades.
Por ejemplo, ¿qué significa vivir en pobreza en las ciudades violentas del norte del país, respecto de la que la sufren en las ciudades del centro y del sur? ¿De qué se sostienen, cuáles son sus carencias más agudas, dónde adquieren los bienes y servicios que utilizan, cuáles son las amenazas y peligros que las acosan?
De acuerdo con la sentencia del CONEVAL de “Lo que no se mide no se mejora” tal vez lo que se mide no es lo más relevante para las personas y familias que viven en pobreza.
Parecería entonces que darles directamente dinero es una buena solución para que ellas decidan en que lo gastan, pero si ello conlleva dejar deteriorar el salario social disminuyendo el acceso y calidad de los servicios públicos de salud y de educación que recibían, en realidad lo que se les proporciona por un lado se les quita por el otro.
La entrega de dinero las lleva a acudir a proveedores privados de bienes y servicios. Proliferan las empresas que atienden el mercado de la población pobre como son las cadenas de farmacias, las Coppel, Azteca, Oxxo, las BBB. Aumenta el gasto de bolsillo en salud, el consumo de alimentos ultraprocesados y disminuye la asistencia escolar por la inaccesibilidad de las escuelas privadas. El dinero público derramado en transferencias monetarias acaba en manos del pequeñísimo porcentaje de la población de más altos ingresos: los dueños de FEMSA, los Coppel, Salinas Pliego. La desigualdad en realidad aumenta.
Santiago Levy y su equipo que desarrollaron el Programa Progresa en 1997, el primero en México de transferencias monetarias, antes de ponerlo en práctica hicieron pruebas piloto y dialogaron ampliamente con expertos del Consejo Nacional de Población. Sus recomendaciones llevaron a operarlo en el contexto de las familias y no individualmente, a hacer las transferencias por la vía de las mujeres y a condicionar para otorgarlas a que los niñas y niños acudieran a la escuela y a las clínicas de salud.
Lamentablemente el gobierno anterior, con un voluntarismo irresponsable, puso en práctica varios de los programas sociales sin dialogar ni con las poblaciones a ser atendidas, ni con las personas que llevan años trabajando e investigando la pobreza en México.